30 de diciembre de 2009

Solos en la escalera

- Sí, la recuerdo bien. Era una buena vecina, o al menos eso parecía. A mí, al menos, siempre me sonreía y eso me animaba mucho. Sí, me animaba mucho, sobre todo aquellos días en los que a uno todo le sale mal (o quiere pensar que todo le está saliendo mal), y llega sin ganas de nada a casa, a la sucia soledad de la sucia casa del sucio y pesado trabajo.

Nos solíamos encontrar en la escalera, yo llegando y ella saliendo. Entonces yo la miraba, durante una mínima fracción de segundo, y estoy seguro, completamente seguro, de que en tan poco tiempo ella también me miraba y de que también podía estar llegando a sentir algo, algo, sólo algo de todo lo que sentía yo por ella. Me hubiera gustado juntar todos esos pequeños ratitos junto a ella para poder hacer una eternidad de ellos.

…para poder hacer una eternidad de ellos.


Me mudé a esta zona simplemente porque me cansé de ser el saco de las ostias. Todos los marrones me caían a mí. Llegué a un punto en el que, evidentemente, no pude aguantar más. Decidí largarme, pero como siempre he sido muy torpe y siempre he tenido muy mala suerte (estoy convencido de que eso es algo que nunca cambiará), el único piso que pude alquilar era uno que no quedaba muy lejos del anterior, tan solo a unos pocos cientos de metros.

Siempre caigo en los mismos errores. Parece que siga al pie de la letra aquella canción de Chavela.

De todas formas, todo eso forma parte, o puede formarla, de otra historia.


Hay un día que recuerdo con especial dolor. Fue aquel en el que estando yo en mi casa, oí abrirse su puerta. Rápidamente salté de mi incómodo sillón en dirección a la puerta. Sí, le tenía que decir algo, tenía que hablar con ella, lo necesitaba. Hablar con ella, de cualquier cosa, de lo más banal, pero hablar con ella. Llegando ya a la puerta, y a punto de abrirla, un pequeño diálogo me paró los pies y me congeló. Decidí observar a través de la mirilla. Lo que vi me partió el alma: en el rellano, ella y un hombre. Un beso. Ella le sonríe y le dice “hasta pronto”. Un beso. Él se va, y ella entra en su piso.

“Hasta pronto”.
“Hasta pronto”.
“Hasta pronto”.

No sé cuánto tiempo permanecí allí, de pie, frente a la puerta. Lo que sí sé es que lloré mucho, con unas lágrimas tan sordas que el único lugar donde se oían era en el fondo de cada uno de los restos de mi corazón hecho añicos.

Al reaccionar, analicé la imagen del hombre con quien la había visto. Era moreno, joven, pero no demasiado, sin ser tampoco mayor. Era corpulento y vestía informal, nada de elegancias por ningún lado: camiseta blanca cuyo dibujo no pude llegar a distinguir, vaqueros (algo apretados, el tío marcaba paquete), y unas zapatillas deportivas que a simple vista parecían muy cómodas. Por último, en la mano izquierda llevaba un libro. Lástima que no pudiera ver qué libro era, porque así podría haber averiguado más acerca suyo y puede que hasta de su personalidad.

Da lo mismo. Cada vez que por la calle me cruzo con alguien que me pueda recordar a ese hombre, automáticamente empiezo a sentir un odio profundo e irracional hacia él.

Desde aquel día, comencé a distanciarme de mi enigmática vecina (¿alguna vez habíamos estado cerca?). Ya no me apetecía siquiera mirarla al cruzarnos, y, ya en mi casa, cuando pensaba en ella, no salía de mi boca otra palabra que no fuera “puta”.


Dicen que el tiempo todo lo cura, y así es, porque según pasaban los días, yo me iba recuperando, diciéndome a mí mismo que yo no era así, y que debía comportarme tal como siempre lo había hecho. Poco a poco lo fui logrando. Supongo que también ayuda el que no volviera a ver (o que no quisiera ver) una situación como la contada con aquel hombre y ella.

Todo volvía a ser como antes: Nos cruzábamos en la escalera y nos mirábamos. Nada más. Ni una palabra. Eso sí, mis ganas de decirle todo lo que la amaba aumentaban y aumentaban. Esta vez no podía echarme atrás, se lo iba a decir todo. Empecé a pensar, muy nerviosamente, en las palabras que usaría. Pasaron varias horas y no encontraba las adecuadas. Así que decidí escribirlo. Al poco, tenía entre mis manos un papel con unas pocas palabras, pero que dejaban todo bastante claro.

Estaba decidido: se lo deslizaría bajo la puerta y ella, que seguro que es una mujer muy lista, sabría que he sido yo quien ha escrito la nota, vendría a hablar conmigo, y acabaría rendida a mis brazos.

Vaya, demasiadas fantasías.
De momento, decidí deslizar la nota.

Dejando la puerta de mi casa abierta, me acerqué a la suya, y justo cuando me estaba agachando (repito que lo de mi mala suerte nunca cambiará), mi teléfono móvil comenzó a sonar. Entre los nervios de mi propia situación y el susto que me dio el teléfono, entré corriendo a mi casa, cerrando la puerta, con la nota aún en mis manos. Era una llamada del trabajo. Urgente, muy urgente. Debía ir a la empresa para un asunto absolutamente inaplazable.

¿Qué hacer con la nota? Podía dejársela según salía de casa. O bien esperar a dejársela al volver de la urgencia. No sé porqué, no tenía razones, pero opté por lo segundo.

Evidentemente, el asunto tan urgente no era tan urgente, ni tan inaplazable, ni nada complicado del otro mundo. Era, simplemente, y lo digo una vez más, que tengo muy mala suerte para todo.

“Déjate de tonterías y espabila de una maldita vez. Ve por ella”, me dije a mí mismo, estando aún a las puertas de la empresa. Así lo hice: busqué algún medio de transporte pero no lo encontré, así que, no pudiendo aguantarme, empecé a correr en dirección a mi casa, o mejor dicho, en dirección a su casa, pues era a su puerta a la que llamaría y es a ella a quien le diría lo que le tenía que decir. Con las palabras que fueran. Con gestos, si era preciso.

Empecé, pues, a correr, tal y como hace Woody Allen al final de “Manhattan”, corriendo a buscar a la bella Mariel Hemingway para decirle, también, que la quiere.


En “Manhattan”, Woody Allen, tras haber recorrido gran parte de la ciudad corriendo, llega justo antes de que Mariel Hemingway se marche a Londres a estudiar. Ella, después de decirle que le dolió mucho lo que él le hizo, le pide que la espere los seis meses que va a estar fuera.

MARIEL: “Hemos esperado hasta ahora. ¿Qué son seis meses si nos seguimos queriendo?”

Allen, tras pedirle menos madurez a la chica, acaba resignándose y la deja marchar.


Cuando yo llegué, totalmente exhausto, al edificio donde vivo. Lo primero que vi fue un gran tumulto de gente. Luego distinguí algunas sirenas, tanto de policía como de ambulancia. El acceso estaba cortado, no podía avanzar más. Extrañado, empecé a prestar atención a las conversaciones de los curiosos y curiosas que allí se congregaban.

“Suicidio”, decían por un lado.
“Qué horror”, decían por otro.
“Este barrio siempre ha sido muy tranquilo”, se oía también.

Y justo en el mismo instante en que oí lo de “la chica del cuarto piso”, salía una camilla con un cadáver encima, oculto bajo una sábana blanca. El vuelco que me dio el corazón es indescriptible. Me identifiqué como su vecino y quise saber detalles sobre lo que había ocurrido, del porqué. Pero aún era pronto para que nadie supiera nada, y además enseguida fueron otras las personas las que me empezaron a hacer preguntas a mí. Respondí lo que pude como pude, pregunté si podía subir a mi casa, me dijeron que sí, y una vez allí me tumbé en la cama y no me moví de allí en no sé ni cuanto tiempo.


Me he mudado otra vez y ahora lo que procuro, solamente, es sentir curiosidad. Curiosidad por saber cuándo volveré a cometer el mismo error.


Al fin y al cabo, “Manhattan” no es más que una película.


9 comentarios:

  1. La historia de Manhattan la desconozco, pero la tuya ya me ha gustado eh... ¿Habrá segunda parte?

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias asier! me alegra que te haya gustado. Pues en principio no habrá segunda parte... no suelo escribir segundas partes, quizá en alguna otra historia se me cuele algún personaje que sale en otra, pero vaya, que no suelo darle a las continuaciones.

    ResponderEliminar
  3. Pues como no regrese la chica como zombi... :D

    El relato ha estado muy bien.

    Aquí un par de consejos muy útiles con las mujeres:

    "No te hagas ilusiones si no quieres decepciones"
    y
    "Fíjate en las muñecas (de las manos) y huye de las mujeres con tendencias suicidas"

    :)

    ResponderEliminar
  4. jajaja jesus, lo de la zombie me ha gustado... Yo añadiría otro consejo:

    "fíjate en sus ojos y si cuando te habla la chica no te mira y además no para de mover los ojos y además se da golpecitos en las orejas como espantándose moscas y te pregunta continuamente eso de '¿lo oyes tú también? ¿oyes esa voz?' entonces... hay que alejarse rápidamente de esa chica porque está zumbada perdida!!!

    ResponderEliminar
  5. Ah jesus y muchas gracias a ti también, gracias por tu comentario sobre el relato.

    ResponderEliminar
  6. Como dijo Confucio: 'cometer un error y no corregirlo es otro error'... Me gustaría pensar que tu personaje, despues de tan traumática experiencia no volvió a perder ni un segundo más de su precioso tiempo vital...

    Precioso relato, Jon

    ResponderEliminar
  7. Ouiser, Confucio era el que inventó la "confusión", no? jejeje, como dijo aquella miss (¿Panamá?).

    Vete a saber si el chico protagonista aprendió la lección... Yo creo que no, y que siguió siendo igual de "tonto".

    Muchas gracias por tus palabras Ouiser, me alegra muchoq ue te haya gustado.

    ResponderEliminar
  8. No dejas de sorprenderme, Jon. Mar (Zaragoza)

    ResponderEliminar
  9. Espero que la sorpresa sea para bien, Mar ;-) Muchas gracias por pasarte de nuevo por aquí y dejar tu comentario.

    ResponderEliminar